
Por María de Bernal
Haciendo un ejercicio un tanto ocioso de adivinación del futuro, con base en lo que hemos platicado en torno a los avances tecnológicos, tratamos de imaginar qué sería de la raza humana en unos veinte a cincuenta años, qué cambios sustanciales se podrían dar de tal manera de que este mundo fuera algo totalmente distinto a lo que es hoy. O quizá no. Sería el mismo mundo sólo que habitado por una élite dominante que gobernaría a su antojo sobre el resto por la simple superioridad de su inteligencia, su longevidad y su bienestar. Algo así como “todos los humanos esclavos de unos pocos hombres-máquina”.
Esto, por una sencilla razón: esta superioridad sería posible para muy pocos humanos por los altísimos costos de la tecnología. Imagínate, si sabes lo que cuesta una simple prótesis dental, ¿cuánto crees que puede costar modificar un cerebro humano para que funcione como quieren? ¿Y cuántos podrían costear semejante práctica? ¿al alcance de cuántos estaría esta posibilidad? Es obvio que sería una forma más de discriminación, de desigualdad, de exclusión porque estas máquinas “inteligentes” serían las encargadas de tomar decisiones sin tener en cuenta la capacidad del resto de autodeterminación, de autonomía, de voluntad. Por cierto, Elon Musk y Stephen Hawking han alertado sobre los posibles riesgos de la aplicación de la inteligencia artificial.
Imaginemos ahora el asunto de la inmortalidad. Se trata de revertir y/o detener el proceso natural de envejecimiento. Existe la técnica llamada “crioconservación” en la que se congela al sujeto que quiere vivir más allá de su tiempo, cuando sea descongelado. También existe un conjunto de terapias regenerativas y genéticas para reparar periódicamente los tejidos dañados y jubilar, así, la muerte por envejecimiento. Estos experimentos hacen prever una extensión sustancial de la vida, por lo que las especulaciones de los científicos se están convirtiendo, gradualmente, en certeza científica. Viviendo en este planeta, en esta dimensión de espacio y tiempo, ¿te puedes imaginar viviendo quinientos años, por ejemplo?
Soñemos un poco lo que sería erradicar el sufrimiento y el dolor. Hay quien habla de una “felicidad eterna” que se podría alcanzar mediante la manipulación controlada de hormonas como la dopamina, que es la hormona del placer, y la serotonina, la hormona de la felicidad. Esto es un gran reduccionismo al afirmar que nuestra felicidad depende solamente de nuestros genes y nuestras hormonas. Pareciera una especie de desprecio por lo que somos como especie, mucho más que hormonas y genes.
Es una paradoja que para lograr nuestro máximo potencial hayamos de recurrir a ideologías que no tienen nada de humano, como es el transhumanismo, que dice que “siendo criaturas imperfectas e indeseables, la única alternativa que nos proponen es nuestro “mejoramiento” mediante aplicaciones tecnológicas al costo de dejar de ser lo que somos”.
Parece que todo se trata del tránsito del mediocre, vulnerable, frágil, mortal, Homo sapiens al desconocido pero añorado Homo deus.